Introducción
1. Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre: es el misterio
central de nuestra fe y es también la verdad-clave de
nuestras catequesis cristológicas. Esta mañana nos proponemos buscar el testimonio
de esta verdad en la Sagrada Escritura, especialmente en los
Evangelios y en la tradición cristiana.
Hemos visto ya que
en los Evangelio Jesucristo se presenta y se da a
conocer como Dios-Hijo, especialmente cuando declara: "Yo y el Padre
somos una sola cosa" (Jn 10, 30), cuando se atribuye
a Sí mismo el nombre de Dios "Yo soy" (Cfr.
Jn 8, 58), y los atributos divinos; cuando afirma que
le "ha sido dado todo poder en el cielo y
en la tierra" (Mt 28, 18): el poder del juicio
final sobre todos los hombres y el poder sobre la
ley (Mt 5, 22. 28. 32. 34. 39. 44) que
tiene su origen y su fuerza en Dios, por último
el poder de perdonar los pecados (Cfr. Jn 20, 22)23),
porque aun habiendo recibido del Padre el poder de pronunciar
el "juicio" final sobre el mundo (Cfr. Jn 5, 22),
Él viene al mundo "a buscar y salvar lo que
estaba perdido" (Lc 19, 10).
Para confirmar su poder divino
sobre la creación, Jesús realiza "milagros", es decir, "signos" que
testimonian que junto con Él ha venido al mundo el
reino de Dios.
2. Pero este Jesús que, a través
de todo lo que "hace y enseña", da testimonio de
Sí como Hijo de Dios, a la vez se presenta
a Sí mismo y se da a conocer como verdadero
hombre. Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios
atestiguan de modo inequívoco esta verdad, de la cual Jesús
tiene un conocimiento clarísimo y que los Apóstoles y Evangelistas
conocen, reconocen y transmiten sin ningún género de duda. Por
tanto, debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y
a comentar al menos en un breve bosquejo los datos
evangélicos sobre esta verdad, siempre en conexión con cuanto hemos
dicho anteriormente sobre Cristo como verdadero Dios.
Este modo de
aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy
indispensable, dada la tendencia tan difundida a ver y a
presentar a Jesús sólo como hombre: un hombre insólito y
extraordinario, pero siempre y sólo un hombre. Esta tendencia característica
de los tiempos modernos es en cierto modo antitética a
la que se manifestó bajo formas diversas en los primeros
siglos del cristianismo y que tomó el nombre de "docetismo".
Según los "docetas", Jesucristo era un hombre "aparente", es decir,
tenia la apariencia de un hombre, pero en realidad era
solamente Dios.
Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa
y proclama firmemente la verdad sobre Cristo como Dios-hombre, verdadero
Dios y verdadero Hombre; una sola Persona (la divina del
Verbo) subsistente en dos naturalezas, la divina y la humana,
como enseña el catecismo. Es un profundo misterio de nuestra
fe, pero encierra en sí muchas luces.
3. Los testimonios
bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y
claros. Queremos reagruparlos ahora para explicarlos después en las próximas
catequesis.
El punto de arranque es aquí la verdad de
la Encarnación: ´Et incarnatus est´, profesamos en el Credo. Más
distintamente se expresa esta verdad en e el prólogo del
Evangelio de Juan: "Y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). Carne (en griego ´sarx´)
significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad y,
por tanto, la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la
caducidad (´Toda carne es hierba´, leemos en el libro de
Isaías 40, 6). Jesucristo es hombre en este significado de
la palabra "carne". Esta carne (y por tanto la naturaleza
humana) la ha recibido Jesús de su Madre, María, la
Virgen de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a
Jesús "sarcóforos" (Ad Smirn., 5), con esta palabra indica claramente
su nacimiento humano de una mujer, que le ha dado
la "carne humana". San Pablo había dicho ya que "envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Gal 4, 4).
4. El Evangelista Lucas habla de este nacimiento de una
mujer cuando describe los acontecimientos de la noche de Belén:
"Estando allí se cumplieron los días de su parto y
dio a luz a su hijo primogénito y le envolvió
en pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2,
6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que el
octavo día después del nacimiento, el Niño fue sometido a
la circuncisión ritual y "le dieron el nombre de Jesús
(Lc 2, 21). El día cuadragésimo fue ofrecido como ´primogénito´
en el templo jerosolimitano según la ley de Moisés" (Cfr.
Lc 2, 22-24). Y, como cualquier otro niño, también este
"Niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría" (Lc 2,
40). "Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante
Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).
5. Veámoslo
de adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios.
Como verdadero hombre, hombre de carne (sarx), Jesús experimentó el
cansancio, el hambre y la sed. Leemos: "Y habiendo ayunado
cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre" (Mt
4, 2). Y en otro lugar: "Jesús, fatigado del camino,
se sentó sin más junto a la fuente... Llega una
mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dice:
dame de beber" (Jn 4, 6).
Jesús tiene, pues, un
cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un cuerpo mortal. Un
cuerpo que al final sufre las torturas del martirio mediante
la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la
crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero
de la cruz, Jesús pronuncia aquel su "Tengo sed" (Jn
19, 28), en el cual está contenida una última, dolorosa
y conmovedora expresión de la verdad de su humanidad.
6.
Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús
en el Gólgota, sólo un verdadero hombre ha podido morir
como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la constataron muchos testigos
oculares, no sólo amigos y discípulos, sino, como leemos en
el Evangelio de San Juan, los mismos soldados que "llegando,
a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron
las piernas sino que uno de los soldados le atravesó
con su lanza el costado, y al instante salió sangre
y agua" (Jn 19, 33-34).
"Nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto
y sepultado": con estas palabras del Símbolo de los Apóstoles
la Iglesia profesa la verdad del nacimiento y de la
muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección se atestigua
inmediatamente después con las palabras: "al tercer día resucitó de
entre los muertos".
7. La resurrección confirma de un modo
nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo para
nacer en el tiempo "se hizo carne", cuando, resucito volvió
a tomar el propio cuerpo de hombre. Sólo un verdadero
hombre ha podido sufrir y morir en la cruz, sólo
un verdadero hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere decir volver
a la vida en el cuerpo.
Este cuerpo puede ser
transformado, dotado de nuevas cualidades y potencias, y al final
incluso glorificado (como en a ascensión de Cristo y en
la futura resurrección de los muertos), pero es cuerpo verdaderamente
humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en contacto con
los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a las
cicatrices que quedaron después de la crucifixión y El no
sólo habla y se entretiene con ellos, sino que incluso
acepta su comida: "Le dieron un trozo de pez asado
y tomándolo comió delante de ellos" (Lc 24, 42-43). Al
final Cristo con este cuerpo resucitado y ya glorificado pero
siempre cuerpo de verdadero hombre asciende al cielo para sentarse
"a la derecha del Padre".
8. Por tanto verdadero Dios
y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un "fantasma"
(homo phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles
y el grupo de creyentes que constituyó la Iglesia de
los comienzos. Así nos hablaron en su testimonio.
Notamos desde
ahora que así las cosas no existe en Cristo una
antinomia entre lo que es "divino" y lo que es
"humano". Si el hombre desde el comienzo ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1, 27;
5, 1), y por tanto lo que es humano puede
manifestar también lo que es divino", mucho más ha podido
ocurrir esto en Cristo. Él reveló su divinidad mediante la
humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su "humanidad" sirvió para
revelar su "divinidad": su Persona de Verbo-Hijo.
Al mismo tiempo
Él como Dios-Hijo no era, por ello, menos hombre. Para
revelarse como Dios no estaba obligado a ser "menos" hombre.
Más aún: por este hecho Él era "plenamente" hombre, o
sea en a asunción de la naturaleza humana en unidad
con la Persona divina del Verbo, El realizaba en plenitud
la perfección humana.
Es una dimensión antropológica de la cristología
sobre la que volveremos a hablar.
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